Un día en la vida de refugiados sirios en Líbano

Cuando comienza a amanecer en el Valle de Bekaa en Líbano, Fatima Ibrahim, sus dos hijos y sus tres hijas se empiezan a activar. Viven en una tienda en uno de los muchos asentamientos improvisados de refugiados sirios que salpican el paisaje.

Líbano acoge a un millón de refugiados sirios, más que cualquier otra nación. Y Bekaa es el hogar de cuatrocientos mil de ellos, más de los que hay en cualquier otro lugar del país.

Los niños de las tiendas vecinas salen para dar de comer a las cabras y a los pollos. En medio de tiras de cuerda y lonas de plástico, las mujeres empiezan a hornear pan ázimo en la parte de arriba de grandes recipientes redondos que se calientan sobre pequeños fuegos.

Una mujer cocina en un campamento de refugiados sirios el 18 de junio de 2014, en el pueblo libanés de Zahle, en el Valle de Bekaa. Foto: Matthieu Alexandre/Cáritas.

Una mujer cocina en un campamento de refugiados sirios el 18 de junio de 2014, en el pueblo libanés de Zahle, en el Valle de Bekaa. Foto: Matthieu Alexandre/Cáritas.

Fatima, de 41 años, también está pensando en el desayuno. “Mi mayor preocupación es cómo alimentar a mis hijos”, dice. Fatima no tiene comida esta mañana, así que va en busca de un vecino y regresa con un pequeño plato de aceitunas, un poco de pan y té.

“Somos como una gran familia, cuidándonos unos a otros”, dice. “Los niños siempre piden más comida, como cualquier niño, pero no puedo darles nada más”.

La vida para los refugiados sirios en Líbano es cara. No hay campos oficiales de refugiados, así que deben pagar un alquiler por el terreno en el que tienen puestas las tiendas, además de la electricidad, el agua y a alguien que se lleve la basura. Una tienda de una sola habitación como la de Fatima cuesta alrededor de unos 1300$ al año.

Cáritas da a los recién llegados un kit provisto de hornillos, ropa de cama, mantas, paquetes de alimentos y a veces el dinero para el alquiler, pero ahora, con la crisis en su tercer año, los refugiados están haciendo verdaderos esfuerzos.

“Diversificamos nuestras actividades”, dice Najla Chahda, directora del Centro de Migrantes de Cáritas Líbano. “Nos centramos menos en el reparto y más en capacitarlos para la vida cotidiana con el fin de que puedan encontrar un trabajo”.

Algunas de las mujeres aquí deciden salir a trabajar en los terrenos cercanos. Bekaa es una tierra agrícola y hay trabajo a diario recogiendo y limpiando verduras y hortalizas. Los hombres también tienen ocupaciones en el campamento, cavando desagües para mejorar las condiciones higiénicas.

Un grupo de mujeres cosecha zanahorias en un campamento de refugiados sirios en el pueblo libanés de Zahle, en el Valle de Bekaa. Foto: Matthieu Alexandre/ Cáritas

Un grupo de mujeres cosecha zanahorias en un campamento de refugiados sirios en el pueblo libanés de Zahle, en el Valle de Bekaa. Foto: Matthieu Alexandre/ Cáritas

Aun habiendo tanta gente, la mayoría de los refugiados no tiene ningún tipo de ingreso. “Cuando llegue el proveedor de verduras, le dejaré comida a deber. La única manera de sobrevivir es el débito”, explica Fatima.

De entre los gastos frecuentes de Fatima, el que encabeza la lista es el referido a la atención sanitaria de su hijo de 12 años, Mohammed. El niño perdió un brazo cuando un proyectil cayó cerca de la casa de sus abuelos en Idlib, Siria.

Una cercana unidad médica móvil de Cáritas está abierta por las mañana para los pacientes, ofreciendo un tratamiento básico para los refugiados sirios.

Entre ellos se encuentra Khairiya, madre de cuatro niñas y un niño recién nacido. Las niñas están enfermas. Su campamento se extiende a lo largo de un área junto a un río obstruido por la basura. Es una zona polvorienta y con muchas moscas.

El bebé tiene reflujo. Nació en un hospital cercano pero desde entonces ha pasado todos sus días en el campamento.

Está feliz por tener un niño después de las cuatro chicas, en parte porque su gran preocupación es la seguridad de las niñas. “Las mantengo dentro de la tienda todo el día”, dice. “Escuchas historias sobre niñas víctimas de abusos”.

Si su marido encuentra hoy trabajo como jornalero, quizás coman. Si no, no lo harán. “En Siria había bombas y hambre. En Líbano sólo hambre”, dice uno de los amigos de Fatima.

Sus hijas no van al colegio, aunque uno de los mayores logros de Cáritas ha sido conseguir que los niños sirios refugiados puedan ir a un `segundo turno´ en las escuelas de Líbano. Cáritas se ocupa del transporte, las mochilas y los libros, y ayuda a matricular a los niños en las clases.

“Garantizar que 60.000 niños tengan la posibilidad de ir al colegio es un gran logro”, dice Chahda.

Nisrayeh es una de las madres cuyos hijos se están beneficiando de este programa de Cáritas. Ellos viven en un edificio a medio acabar junto a otras 60 familias.

“Poder enviar a mis hijos al colegio ha sido algo muy importante. Preferiría pasar hambre antes que permitir que ellos estuvieran en una situación desventajada”, dice. “Las escuelas se han portado realmente bien con los niños. Han sido muy bien recibidos”.

Nisrayeh está intentando hacer que la vida para sus hijos sea lo más normal posible. “Trabajo duro para hacer de esto algo agradable”, dice. “Pero ellos se dan cuenta de la realidad”.

Uno de los chascos que se ha llevado fue cuando el televisor que compartían las familias se estropeó, lo que quería decir que su hijo de 12 años no podría ver el Mundial de fútbol.

Quizás pueda sorprender que haya tantos televisores y antenas parabólicas en los campamentos pero son considerados un vínculo esencial con su hogar.

“Cada dos o tres horas, hay una noticia de última hora sobre Siria”, dice Rasha, otra refugiada siria que vive en un centro comercial abandonado al norte del país. “La gente está obsesionada con las noticias de Siria”.

Esto es parte del trauma generado por todo por lo que han estado pasando. Los refugiados eluden su realidad presente y siguen muy pendientes de lo que está ocurriendo en casa.

“Te afecta. El ruido, los niños, la falta de privacidad. Es como estar atrapado en un manicomio o en una cárcel”, dice ella.

Rasha prepara la cena. “Habrá judías verdes con limón o judías verdes sin limón”, dice. Después se irán a la cama. Cada noche Rasha se duerme llorando mientras piensa en los padres que dejó atrás en Siria.

Cuando el sol se ponga sobre Bekaa, Khairiya también intentará dormir, agotada, en la tienda que comparte con otras seis personas. Pero no es el bebé llorando a causa de un cólico lo que la mantiene despierta, sino la preocupación por lo que será de ellos al día siguiente. Hace ahora tres años que viven como refugiados en Líbano.

“La vida aquí no va a peor”, dice. “Tampoco a mejor. Sólo queremos volver a casa”.

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