Darfur, diez años después

Hace diez años, comenzó el conflicto en Darfur y todavía hay 1,4 millones de personas viviendo en campamentos de desplazados. La Norwegian Church Aid, asociada a Caritas, es una de las pocas organizaciones que todavía distribuye ayuda humanitaria y servicios que salvan vidas a la población de esos campamentos. Nana Anto-Awuakye, de Caritas Inglaterra y Gales-CAFOD, acaba de regresar de Darfur y comparte con nosotros sus reflexiones sobre la vida de las comunidades desplazadas en Darfur. Todas las fotos son de Annie Bungeroth/ACT-Caritas

Llegada a Sudán

Jartum, la capital comercial de Sudán, es como cualquier otra ciudad del mundo; su hora punta empieza por la mañana y parece no acabar nunca. Los vehículos avanzan centímetro a centímetro por el tráfico, pero nadie llegará pronto a ningún lado.

Mientras el tráfico avanza lentamente, de la nada sale un carromato tirado por un burro y se abre camino entre el tráfico, un recordatorio de que a pesar de la evolución de los vehículos motorizados, a veces la forma más simple de transportarse es la más antigua.

Yo estoy esperando en Jartum con la contraparte de Caritas, Ayuda de la Iglesia Noruega (NCA, por sus siglas en inglés), preparándonos para ir a Darfur Central. Son unos cuantos minutos andando hasta las oficinas de NCA, pero en cada paso sentía que me estaban metiendo en un horno de panadería.

Si uno se quiere refrescar de los abrazadores 43 grados de calor de Jartum, se va al Nilo, hay un punto en donde confluyen el Nilo Azul y el Nilo Blanco, y ahí uno encuentra a todo tipo de gente buscando el alivio de sus refrescantes aguas.

Un grupo de mujeres se quita las sandalias y delicadamente meten su pies, elaboradamente decorados con henna, en las aguas del Nilo; un grupo de niños en edad escolar ha creado flotadores amarrando botellas de plástico vacías, los mejores nadadores salpican y ríen estruendosamente, aparentemente sin miedo a las, a veces, corrientes remolinantes del Nilo, mientras que los nadadores no tan confiados permanecen cerca de la ribera, felices con sus “botellas flotantes”.

Camino de Jartum a Zalingei en la región de Darfur Central, los edificios desaparecen rápidamente mientras sobrevolamos una enorme extensión de paisajes áridos y yermos.

La poca vegetación que se podía ver era escasa – desde el aire los árboles se veían como ramitos de brécol esparcidos por aquí y por allá y serpenteando entre ellos, arenosos lechos de ríos secos.

De vez en cuando el paisaje se llenaba de verdor – un mosaico de parcelas de tierra cultivada perfectamente dividas.

Luego de aterrizar en Zalingei, nos queda una pequeña travesía por caminos escabrosos hasta llegar a las oficinas de la contraparte de Caritas, Ayuda de la Iglesia Noruega (NCA), que desde hace 10 años está en la línea de frente llevando a cabo programas de ayuda vital – alimentos, agua limpia y salubridad, clínicas médicas y de nutrición – orientados a personas afectadas por el continuo conflicto en la región.

No hay carreteras pavimentadas, únicamente de terracería, aquí los burros dominan los caminos ya que ellos pueden navegar mejor por los baches y las ondulantes grietas de los caminos de tierra.

El pueblo es grande y bullicioso, a ambos lados de la polvorienta calle, chozas de hojalata y madera venden suministros básicos. Los únicos edificios sólidos, pintados de azul y blanco brillantes, son la comisaría de policía y los edificios de gobierno y de la ONU.

Al mismo tiempo que llegamos en el ardiente calor del sol vespertino, la mezquita Muadhan entona el adhan – el llamado a los rezos.

Diez años de ladrillos de adobe

No sabía qué esperar cuando llegué al campamento de Khamsa Dagaig – había visto imágenes en la televisión de tiendas de campaña de la ONU que habían vivido tiempos mejores; pero ahora, aquí en Khamsa Dagaig la lona alquitranada está enterrada bajo diez años de adobe y las casas se han convertido en asentamientos permanentes para personas que huyeron de sus aldeas por los combates.

En este enorme asentamiento arenoso es difícil saber en dónde comienza el campamento y en dónde termina, de hecho, su expansión durante los últimos diez años ha significado que casi se ha fusionado con la comunidad anfitriona cercana.

Tras una breve escalada llegamos a la cima de una colina y observamos el amplio paisaje desértico para obtener una mejor impresión – el socorrista de NCA con quien estoy dice que el tamaño del campamento equivale a cincuenta canchas europeas de fútbol juntas, pero eso pareciera un cálculo inferior a la realidad, yo veo viviendas improvisadas extendiéndose por una colina al lado opuesto.

Las señales de permanencia se pueden ver por todos lados: hay un mercado en el centro del campamento, pilas de toscos ladrillos rojos esperando a ser utilizados para construir estructuras más sólidas y las familias han comprado animales de cría – pollos y cabras deambulan buscando lo que puedan encontrar para comer.

Hace siete años, los comités de agua del campamento, con el apoyo de la contraparte de Caritas, Ayuda de la Iglesia Noruega, empezaron a trabajar en una forma más eficiente de llevarles agua a los 20.000 habitantes del campamento.  Excavaron los cimientos para un pozo, que hoy es alimentado por paneles solares que bombean agua a quince grifos en el campamento.

Amina recuerda haberse quedado viendo intensamente el enorme agujero del pozo recién cavado; ella, junto con otras mujeres del campamento proporcionaron comida y agua para los hombres que estaban excavando los cimientos y ella fue una de las muchas personas fotografiadas viendo el pozo.

“Cuando llegamos a este campamento el agua era un problema serio, teníamos que caminar al valle para recolectar agua y esto era peligroso porque a veces atacaban a las mujeres y a las niñas.

Después de diez años de vivir en este campamento seguimos enfrentándonos a muchos desafíos, pero al menos no tenemos que preocuparnos de ir a traer agua.

Yo me mantengo saludable y mantengo a mis hijos saludables gracias a que tengo agua limpia todos los días”.

Charla

Las mujeres en los campamentos se levantan temprano para poner sus bidones en la cola para el grifo, mientras esperan que bombee el agua siguen con sus tareas diarias y vuelven más tarde a llenarlos.

Ninguno de los bidones tiene marcas que los diferencien, básicamente todos se ven igual – blancos o amarillos.

Yo no lograba comprender cómo las mujeres reunidas en torno al grifo sabían de quién era cada bidón.

Sin embargo, cuando se volvían a reunir en el grifo parecía que todas sabían exactamente en dónde habían puesto sus bidones en la serpenteante cola.

Traté de preguntarles a las mujeres que estaban en el grifo en el campamento Khamsa Dagaig, pero me vieron de forma extraña y se rieron. Sí, a su parecer yo había hecho la pregunta más ridícula.

Es difícil comprender cómo las mujeres han podido sobrevivir, forzadas a dejar sus hogares y todo lo que les era familiar, y volver a empezar de nuevo sin nada, en un entorno inhóspito.

“Cuando llegué al campamento con mi familia, las cosas eran muy difíciles – dormíamos en el suelo; permanecíamos juntos, teníamos miedo, teníamos miedo de que hubiera más balaceras”, dice Haja, que ha vivido en el campamento durante los últimos nueve años.

Cuando uno les pregunta a los habitantes del campamento quién los está apoyando, siempre mencionan a la contraparte de Caritas, Ayuda de la Iglesia Noruega (NCA).

NCA es una de las pocas agencias que está llevando ayuda humanitaria a donde se necesita en los campamentos. Ha estado operando sus programas de ayuda vital durante los últimos diez años.

El bidón de Haja está lleno y cuando se prepara para irse, le da el viento en su toub – vestido tradicional – azul brillante que lo hace flotar alrededor de ella.

“NCA fueron los que nos trajeron agua y buena salud para nuestros hijos, ellos caminan con nosotros todos los días. No nos olvidan”.

Banquete de boda

En un mal día, es fácil decir que la situación en Darfur es complicada y abrumadora.

Sin embargo, cuando uno se detiene a pensar un momento y ve más de cerca y escucha con más atención, por todos lados hay señales de esperanza.

Es el sol que brilla en los paneles solares que bombean agua limpia para los habitantes del campamento, son las cosechas de los agricultores meciéndose con la brisa y el sonido de las risas de los niños.

La gente habla de las dificultades a que se enfrenta, la vida en el campamento no es fácil; pero también hablan de desear la paz, de desear retornar a sus hogares.

En mi último día en el campamento Hassa Hissa me encuentro con un grupo grande de mujeres, ataviadas en sus mejores toubs de brillantes colores, acarreando grandes ollas color plata en sus cabezas.

Ellas cantan y bailan mientras se dirigen a su destino, la casa de la novia.

Las invitadas a la boda entran a un pequeño recinto en donde las mujeres están cocinando el banquete. Grandes ollas hierven en fuegos de leña.

Justo cuando pensé que aquí ya no quedaba nada que dar, me demostraron lo equivocada que estaba.

La solidaridad de las mujeres era abrumadora. Me pidieron que ayudara a remover una de las ollas, parecía fácil, pero yo apenas si pude darle una vuelta. Las mujeres se rieron de mis enclenques esfuerzos.

Me llamó mucho la atención el ingenio de un niño que fabricó un coche con una botella de plástico y le había amarrado una flor como decoración. Lo sostenía con ambas manos y sonreía orgulloso de su maravillosa creación.

“Fue difícil de hacer, me tardé mucho. Pero me gustan los coches, me encanta mi juguete”.

Aquí en Darfur la gente no ha permitido que la vida en el campamento les robe sus anhelos y sus sueños. Todo lo contrario, se han aferrado a ellos con ambas manos.

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