Aldeas quemadas y vacías en la República Centroafricana

Burned down village on way to Bossangoa, 350 km north of Bangui. Credit: Valerie Kaye/Caritas

Burned down village on way to Bossangoa, 350 km north of Bangui. Credit: Valerie Kaye/Caritas

Por Valerie Kaye

Salir de la capital de la República Centroafricana, Bangui, es precario. La carretera está atascada de gente tirando de sus carretones de madera. Hay baches y otros coches virando bruscamente para esquivarlos. Además de eso, está el ganado que deambula libremente por la calle.

Mas estamos seguros en las manos de Dios, sin duda. Al volante va el Arzobispo católico Dieudonné Nzapalainga de Bangui, Presidente de Caritas República Centroafricana. En el coche también va un alto líder musulmán, el Imán Oumar Kobine. Asimismo, también nos escoltan fuerzas regionales africanas de mantenimiento de la paz.

Vamos en una caravana rumbo a Bossangoa, 350 Km al norte. Junto con nosotros va un cargamento de ropa y arroz para la gente que busca refugiarse ahí de la anarquía que está destrozando al país. Además de llevarles ayuda a esas personas, atrapadas en el recinto de una misión católica, el arzobispo y el imán promoverán la paz entre las comunidades locales.

Nadie sabe qué esperar. Para empezar, los combatientes Seleka son motivo de preocupación. Estos derrocaron al gobierno en marzo de 2013 y tomaron control del país. Son una coalición informal de combatientes locales y extranjeros, en su mayoría chadianos y sudaneses.

El presidente que pusieron en el poder, Michael Djotodia, les ha ordenado deponer las armas y alistarse en el ejército nacional. Pero esas ordenes han sido ignoradas en gran medida.

Se recogieron algunas armas, pero la mayoría de los Seleka siguen armados. Los esfuerzos de desmovilización han sido un fracaso aún mayor: Las filas de los Seleka han aumentado de 3.000 a 22.000 desde marzo.

Conforme avanzamos hacia el norte, el paisaje se vuelve espectacular, con una enigmática variedad de árboles, un lago espectacular, ríos y nubes de mariposas. Me hizo darme cuenta de la inmensidad de un país que es dos veces el tamaño de Francia, con apenas 4,6 millones de habitantes.

Luego de 200 Km llegamos a Bossambele, en donde termina la carretera asfaltada y empieza el camino de terracería. De ahí en adelante, notamos que las aldeas están cada vez más dispersas. Luego la gente desaparece por completo. Finalmente, todas las casas que pasamos están vacías.

Durante cuatro horas, vemos aldea tras aldea abandonada. Es obvio que los habitantes se han ido aterrados, dejando todo atrás. En una aldea, las naranjas se pudren en el suelo, en el mismo lugar donde han caído de los árboles.

Vemos señales de violencia, como las puertas de las casas destrozadas. Luego vienen las primeras casas quemadas. Luego más aldeas abandonadas, más hogares incinerados.

Nos detenemos en una aldea en donde hace unas semanas los combatientes Seleka fueron emboscados por las milicias de autodefensa, conocidas como anti-Balaka (anti-machete). Seleka tomó represalias atacando aldeas a las que acusaban de esconder a las milicias.

Ahora, los aldeanos han huido. El Arzobispo Diudonné dijo: “Los han reducido a vivir y morir como animales en el monte”.

Catholic mission compound in Bossangoa. Credit: Valerie Kaye/Caritas

Catholic mission compound in Bossangoa. Credit: Valerie Kaye/Caritas

Cuando llegamos al recinto de la misión católica en Bossangoa, encontramos a 41.000 personas apiñadas dentro, en condiciones terribles. Viven en constante temor, no pueden ir a más de 5 Km del recinto sin arriesgarse a convertirse en blancos. Es un refugio más o menos seguro, pero su vulnerabilidad es tangible, claramente impresa en el temor que se ve en los rostros de la gente.

Fue en la ruta de vuelta a Bangui que nosotros experimentamos en carne propia ese miedo. Llegamos a un retén, en donde se nos acercó un comandante Seleka que llevaba un uniforme de combate y una boina roja. Era de Chad. Al igual que los otros dos hombres uno con un turbante rojo y otro con turbante verde que lo flanqueaban.

El comandante veía con desdén mientras el imán lo saludaba en árabe. Parecía que no le impresionaba ni el obispo con un gran crucifijo de plata ni el imán con su túnica larga y suelta. Nos ordenó que saliéramos del coche. A regañadientes, lo hicimos.

Hubo un intercambio en el idioma local, el sango, entre el arzobispo y el comandante. El hombre que llevaba el turbante verde se subió al coche a registrar las maletas. Yo se las abrí para evitar que las rompiera. En el otro vehículo, el registro lo llevó a cabo un rebelde con una granada colgándole del cinturón.

Nuestra escolta africana de mantenimiento de la paz observaba alrededor. Los combatientes Seleka los superaban en número, por mucho. Uno de los Seleka les apuntaba directamente con su lanzacohetes. Otro se paseaba con cohetes en las manos. “Creo que los usa para golpear a la gente en la cabeza”, dijo uno de nuestros protectores militares.

Estábamos a su merced, a pesar de estar con un arzobispo, un imán y una escolta militar. No puedo imaginar el terror y la impotencia que han experimentado los aldeanos.

El arzobispo logró comunicarse por teléfono con un ministro de gobierno para que le informara al presidente de la situación. Él ofreció enviar un avión a recogernos. Pero para entonces estábamos de vuelta en el coche rumbo a Bangui, lo más rápido posible.

Mientras íbamos en el coche, el arzobispo dijo que al comandante Seleka no le había agradado la llamada telefónica: “Yo no les rindo cuentas a ministros. Y en lo que al presidente concierne, nosotros lo pusimos en el cargo”.

Caritas está apoyando el llamado de la Iglesia católica en la República Centroafricana para que se despliegue una fuerza de mantenimiento de la paz de la ONU de conformidad con las facultades del Capítulo VII para mantener la paz.

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